LOS TUNJOS O NIÑOS DE ORO
(relato)
(Literalización de un relato oral)[1]
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
En inmediaciones de los municipios de Madrid, Bojacá y
Mosquera, ubicados en el Departamento de Cundinamarca, se ubica la laguna de La Herrera. Se trata de un cuerpo de
agua, considerado también humedal, que presenta 3 kilómetros de extensión en la
actualidad, por 1,5 kilómetros de ancho y entre 1,5 a 2 metros de profundidad.
La laguna de La Herrera ha venido en franco
proceso de desecamiento en el último siglo, por cuanto originalmente formaba
parte de un lago mayor que recibía aguas de varios vertederos, actualmente
inexistentes. Aún recibe las aguas del río Bojacá, un delgado hilo de agua que
alimenta el frágil espejo de agua de la laguna, que aún conserva parte de su
proverbial hermosura. Los antiguos muiscas realizaban oficios religiosos en sus
orillas y algunos cronistas nos han informado que los indígenas Panches,
enemigos naturales de los Muiscas, venían a cazar en sus orillas en algunas
épocas del año, procedentes quizás de la Mesa de Juan Díaz (Cundinamarca). El
señor Carlos Cortés, quien es oriundo del municipio cundinamarqués de Puerto Salgar, pero quien reside en
Madrid (Cundinamarca) hace más de 55 años, refiere la siguiente leyenda la cual
tendría ocurrencia habitual a las orillas de la laguna de La Herrera, durante los años de su niñez.
Cuando yo era niño tenía la costumbre de ir a jugar con
otros compañeritos de la Escuela Antonio
Nariño de Madrid, a las orillas de la laguna de La Herrera. Mi mamá me regañaba porque según ella decía por allí
salían los tales tunjos o niños de oro.
El cuento era que, si uno jugaba a las escondidas entre las matas de junco y
las enredaderas de La Herrera, al
rato y sin saber cómo ni de dónde, salían varios niños de rostro extraño los
cuales iban completamente desnudos. Eran de una belleza fuera de lo común, los
cabellos eran como hilos de oro, la piel era como ligeramente dorada y eran
poco más pequeños que un niño normal. Más que niños parecían muñecos. Esos
niños lo convidaban a uno a jugar con ellos y a corretear patos, garzas y tinguas
a la orilla de la laguna. La advertencia que mi mamá me hacía era que no fuera
a jugar con esos extraños niños porque al rato de estar uno jugando con ellos
el niño humano se desaparecía. ¿Para dónde se iba? El decir era que esos niños
vivían en lo profundo de la laguna y que se llevaban al niño humano a las
profundidades de La Herrera y de este
no se volvía a saber más. Supuestamente las aguas encantadas de La Herrera se abrían en un punto y
formaban una especie de avenida hacia las profundidades. Aquel era un mundo de
gran luminosidad y hermosura, el humano que lo visitara ya no quería volver al
mundo exterior, porque una especie como de hechizo dorado lo mantenía atado al fondo
de la laguna. Supuestamente allá en el fondo de La Herrera hay muchos niños humanos, que una vez que están allí ya
no crecen ni se hacen adultos ni envejecen. Se la pasan eternamente jugando con
esos niños de oro y su físico no cambia. Las comidas que les dan allá abajo son
deliciosas, aunque se come por comer, porque en ese mundo mágico de oro el
cuerpo no se cansa ni siente la necesidad de comer, descansar o bañarse. Es como un mundo irreal en otra dimensión. Ese
es el mundo de oro de las profundidades de la laguna de La Herrera[2].
Fuente: Cogollo Ayala, Nabonazar. La Leyenda de Totachagua. Ed. Convenio: Colsubsidio-Alcaldía Municipal, Bogotá, 2019.
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