sábado, 12 de agosto de 2023

LA VACALOCA (crónica)

 


LA VACALOCA

Por: Nabonazar Cogollo Ayala

(Crónica) 

     Corría el año 1949 y en la entonces apacible localidad de Madrid se mantenía una vieja costumbre que, al parecer, se celebraba aquí a imitación del vecino municipio de Mosquera, a donde habría llegado procedente de España de la mano de las costumbres taurinas. Estamos hablando de la Vacaloca. ¿Qué era la Vacaloca? Veamos…

     Para el mes de mayo las señoras piadosas de la señorial Madrid tenían por costumbre ir al templo de San Francisco de Paula a rezar el santo rosario a la Virgen María. Se rezaba a lo largo del día en el turno de la mañana, a medio día y finalmente por la tarde y noche. Madrid vivía entonces al ritmo de las festividades religiosas porque era un poblado muy devoto y conservador, entregado de lleno a las celebraciones piadosas del santoral católico. Era un gusto ver a las señoras de alta clase social y media, muy elegantes, enfundadas en sus blanquecinos trajes de vaporosos encajes ribeteados de seda y encajes de fino bordado, taconeando presurosas, llevando entre sus temblorosos dedos la infaltable camándula de nacaradas perlas.  Iban tocadas con mantellinas traslúcidas que les cubrían cabeza y rostro en un refinado toque de elegancia femenina.  Se las veía ir y venir por el parque Pedro Fernández Madrid, entre los girones de la fría niebla del mes de mayo, al tiempo que en el fondo se dejaba escuchar el lúgubre llamado del tañir de las campanas, orgullo de todos los madrileños, entre los acordes de la música sacra del órgano. Sucedió que, llevados por el espíritu de la tomadura de pelo, varios jóvenes de Madrid, años atrás, habían tenido la siguiente iniciativa: Uno de ellos (quizás el más alto), se vestía con camisa y pantalón negros. En la cabeza se encasquetaba una especie de artilugio hecho con un cráneo de vaca provisto con grandes cuernos arqueados, que le regalaban los matarifes locales. El muchacho así vestido quedaba entonces caracterizado a la manera de un minotauro, con el agravante que, a los cuernos, generalmente alargados les encendía las puntas con sendos mechones de trapo humedecido en petróleo lo que le daba una apariencia amenazadora e intimidante. Decía Efraín Ramírez lo siguiente:

     El que generalmente hacía eso era uno de los Copajita llamado Israel, que era un hombre brioso, de estatura mediana y bastante atrevido… ¡Ese no le tenía miedo a nada! Como mi papá era matarife y yo le ayudaba a él en la fama, Israel me encargaba que le guardara la cabeza de vaca más grande que tuviera, con los cachos más bonitos. Yo se la guardaba y se la regalaba...

     Él entonces la cogía, la pelaba, la secaba y la pintaba toda de negro. Los cachos los forraba en la punta con tela de lona. El cuerpo de la Vacaloca –como él la llamaba- era una especie como de camastro cilíndrico, hecho con listones de madera forrados con tela negra. Él metía la cabeza en ese armatoste y en las noches del mes de mayo cuando las señoras salían de misa, hacia las 7 u 8 de la noche de la iglesia, él salía entonces al parque, seguido por una cuadrilla que iba tocando tambores, maracas y haciendo bulla y relajo… Iban gritando…

- ¡Ahí viene la vacaloca! ¡Cuidado! ¡Ahí viene la vacaloca!

Y el fontanero de Madrid por entonces, Pedro el gibo, era el que le iba haciendo la faena a la manera de torero, haciéndole lances y retos con una muleta y su capea…

- ¡Ahí viene la vacaloca! ¡Ahí viene la vacaloca!

Un verseador espontáneo improvisó esta coplilla…

¡Ahí viene la vacaloca!

Que el cacho se le biroca

¡La tranca las vuelve locas!

¡Ahí viene la vacaloca!

     Retumbaban los tambores y el séquito de señoras, tan pronto que veían venir a semejante cuadrilla de saltimbanquis presididos por aquel minotauro madrileño, echaban a correr espantadas. Israel Copajita las perseguía entonces y las señoras corrían como alma que lleva el diablo a través del parque Pedro Fernández Madrid. Algunas se escondían presurosas en las casas de los alrededores que les servían de burladeros ante la furia de la incontenible vacaloca. Las carcajadas y la diversión eran entonces generales. Todos reían divertidos menos las señoras perseguidas, quienes llegaban indignadas a sus casas poniéndoles las quejas a sus familiares…

- ¡Nos parece el colmo! ¿Qué falta de respeto es esa? ¡Ya no respetan ni a la Santísima Virgen María!

     Aquel año 1949 las cosas pasaron a mayores. Sucedió que como cada año la tradición de la vacaloca se realizó una vez más. Las encopetadas señoras rezanderas salieron del templo, pasadas las 8 de la noche, cuando sin más allá y sin más acá se les vino encima semejante demonio que era Israel Copajita vestido de esa manera que imitaba al mismo diablo y no dejaba títere con cabeza. Las señoras echaron a correr, a unas se les cayó el rosario, a otras los chales y a otras más hasta los misalines. Las risotadas conturbaron los cimientos mismos del parque Pedro Fernández Madrid, la indignación de las señoras no se hizo esperar.  Al día siguiente en la sacristía del templo, en horas de la tarde, se verificó la siguiente escena:

- ¡Padre Isaac! Lamentándolo mucho, pero tenemos algo muy grave que decirle…

- ¿Qué será, señoras? ¡Las veo muy alteradas!

- ¡Pues no es para menos, Padre! Mire usted, anoche salimos después de cumplir con el sagrado deber del rosario mariano y esos malnacidos de su tal vacaloca se atrevieron a meterse con nosotras…

- ¿Cómo fue eso?

- ¡Sí, Padre! Nosotras íbamos saliendo de la iglesia, cuando de repente, del lado de la casa del doctor Leopoldo Córdoba apareció un tipo vestido de negro, con cabeza de vaca en la cabeza y unos cachos encendidos con mechones de candela. Pero venía con una cuadrilla como de diez o quince más, que le hacían camarilla y tocaban tambores, gritando como locos. Pues esos descreídos arremetieron contra nosotras y nos persiguieron, Padre… ¿puede usted creer?

- ¡Ah sí! Algo así ya me habían contado de años anteriores…

-Nos asustamos todas y salimos corriendo y más nos corretearon. ¡Eso yo boté mi biblia pequeña que me la había bendecido el señor obispo de Bogotá!

- ¡Y yo perdí la camándula de perlas que mi esposo me había traído de Cartagena!

-Padre, ¿sabe qué? Como estamos solas e indefensas ante esos facinerosos, nosotras no nos vamos a prestar más para ser burla de nadie. ¡No volveremos más a rezar el rosario en la iglesia, ¡Padre, con el dolor del alma! ¡Ya decidimos que lo vamos a seguir rezando en la casa de las señoras Tello, que allá nadie nos persigue!

- ¡No mis señoras, no me digan eso! ¡La casa de Dios es la casa de ustedes!

-Sí Padre, pero… ¿quién nos garantiza nuestra seguridad cuando salimos del templo, ah?

- ¡Bueno muy bien! (El Padre Isaac Fernández ahora con actitud contundente y enérgica). Esta noche, cuando hayamos terminado el rosario de la santísima Virgen, yo mismo en persona las acompañaré a través del parque a ver si conmigo se van a atrever esos desgraciados… ¡Vamos a ver hasta donde les llega el atrevimiento!

     Esa noche, muy al filo de las 8:15, salió la comitiva de señoras, más nutrida que la noche anterior, como quiera que iba presidida por el párroco municipal en persona. Salieron todos al atrio de la iglesia, el Padre miró a derecha e izquierda…

- ¡Pues nada por aquí, nada por allá, mis señoras! ¿Sí lo ven? ¡No hay nada que temer como lo pueden ver! ¡La virgen María nos cubre y protege ahora con su manto!

Envalentonado el Padre Isaac bajó parsimoniosamente las elevadas gradas de piedra del atrio…

- ¡Vamos mis señoras! Nadie se va a meter con nosotros.

No bien habrían caminado unos metros frente al atrio, cuando de repente…

¡Ahí viene la vacaloca!

Que el cacho se le biroca

¡La tranca las vuelve locas!

¡Ahí viene la vacaloca!

- ¡María Santísima, Padre Fernández! ¿No se lo dijimos? Mire, ahí vienen esos malnacidos otra vez…

- ¡Calma, calma mis señoras! No se me asusten… Vayan y escóndanse en el antejardín de la casa esquinera que yo les voy a hacer frente… ¡Conmigo no se atreverán, ya van a ver!

     El Padre Isaac Fernández entonces, se plantó en medio de la carrera cuarta, oprimiendo contra su pecho el Misal Romano Diario, en su versión latina, a modo de única defensa contra el mal… Copajita vio la actitud retadora del presbítero y aun así no se dejó intimidar, prosiguió con su cabalgata desafiante de la vacaloca… Cuando ambos hombres estaban quizás a dos metros de distancia, el cura Fernández vociferó la siguiente invocación en la lengua de Ovidio…

 

Custodi me, Domine, de manu peccatoris: et ab hominibus iniquis Eripe me

(Defiéndeme Señor, de las manos del pecador y líbrame de los hombres inicuos) 

     Latinajos que poco y nada entendió Copajita pero que no lo detuvieron en su andanada infernal… El hombre de la vacaloca arremetió insensiblemente contra la sacral persona del Padre Fernández, en medio del aspaviento y escándalo de las señoras más próximas que no habían atinado a alejarse demasiado. El Padre Fernández venía enfundado en su casulla negra y envuelto en una tibia ruana color blanco inmaculado. Copajita bufaba como un auténtico toro y enfiló los flamígeros cachos a la cara del sacerdote, quien en un rápido movimiento logró esquivarlos una y hasta dos veces. El hombre-toro le lanzó fuertes andanadas con toda la fuerza de su cuerpo, que, de haber dado de lleno en la humanidad del sacerdote, quizás le habrían propinado fuertes contusiones y heridas. Iba Copajita, se reponía y volvía, con toda la fuerza de un hombre en su segunda juventud… El Padre, que aún no salía de su estupor lo esperaba, entre grandes sermones e imprecaciones…

- ¡Respete, que yo soy un ministro de Dios! ¡El anatema de Dios Padre del Universo caiga sobre ti, maldito!

     El tercer envión fue más fuerte y contundente, alcanzó a darle en uno de los hombros al Padre, cuya ruana acabó tiznada por los carbones encendidos de uno de los cachos. El Padre no alcanzó a evitarlo y una de las astas rozó su mejilla, alcanzando a quemarlo un poco. Ante estos niveles inesperados de violencia, el Padre optó por la retirada y echó a correr dentro de la iglesia. Seguro pensó que Copajita no sería capaz de seguirlo hasta allá. ¡Se equivocó!

     El hombre-toro, rumiando ahora su triunfo inicial sobre el presbítero, lo persiguió templo adentro, acompañado por varios de los suyos. El Padre Fernández, fuera de sí e interpretando en un momento aquella flamante intrusión como un sacrilegio sin precedentes en la casa de Dios, se acercó a uno de los grandes ventanales de la nave oriental y se armó con una larga tranca de madera a modo de macana justiciera...

- ¡Ahora sí veremos de a cómo nos toca, so hijo de Satán!

No se amilanó por este nuevo y definitivo reto, Copajita. Y con uno de los cachos apagado y el otro a toda mecha, lanzó un nuevo envión contra el Padre. El sacerdote sacando fuerzas de flaquezas empezó a propinarle tremenda paliza a la cabeza de vaca de Copajita. Uno, dos, tres y más palazos recibió el artilugio…

- ¡Toma, toma! ¡Esto es por agraviar a la Santísima Virgen en su casa! Esto es por San Francisco de Paula, esto es por la Santísima Trinidad, esto es por Dios Padre creador del universo…

- ¡Padre, Padre! ¡Perdóneme, Padre! ¡Ya salgo de aquí, ya me voy, ya me voy!

- ¡Y que no se vuelva a repetir, carajo! ¡Que la casa de Dios es sagrada y se respeta! ¡Y yo también merezco respeto! ¡Oyó!

¡Sí Padre, sí...!

     Tanto palo recibió la cabeza de vaca que acabó desencasquetándose de la cabeza de Copajita y cayendo al suelo, ya completamente apagados sus cachos. Copajita y sus secuaces salieron huyendo despavoridos del templo de San Francisco de Paula. El sacerdote cerró las imponentes puertas frontales y dio un suspiro de alivio. ¡Se ganó una batalla más del bien contra el mal! ¡Gracias Dios mío! Se repitió para sus adentros.

     Muy en la mañana, el Padre Isaac Fernández atravesó presuroso el parque Pedro Fernández Madrid, acompañado de algunas respetables damas de la alta clase social madrileña, rumbo a la alcaldía local. Pidió audiencia con el señor alcalde, que para aquellas calendas era don Alfonso Pinilla. Entre grandes gritos y aspavientos el Padre Fernández le hizo un relato pormenorizado al burgomaestre de los hechos acaecidos la noche anterior en inmediaciones de su despacho.

- ¡Señor alcalde! Por el bien de esta parroquia y de todo el rebaño de esta grey, solo le pido yo en nombre de todos y cada uno de mis feligreses: ¡Ordene por decreto la prohibición de esa festividad pagana y sacrílega llamada la vacaloca!

-Pero Padre, sosiéguese y entienda que esa es una tradición de vieja data que es muy difícil arrancársela al pueblo…

-Bueno, entonces escojan… ¿O su tal vacaloca o le

pido al obispo de Bogotá el cierre definitivo de esta parroquia?

- ¡Su excelencia! No diga eso ni en chiste, no es para tanto. ¡Ya de una vez empezamos a redactar el decreto! Usted gana, padre…

     Y por decreto ejecutivo del alcalde Pinilla la festividad popular de la vacaloca quedó prohibida hasta nueva orden. Años después cuando ya el Padre Fernández había fallecido la resucitaron una vez más, aunque disminuida en su calidad, bríos y efectos iniciales. Y esta fue la historia de la vacaloca que en Madrid (Cundinamarca) diera pie para tantos y disímiles hechos, que hoy en día nos hacen sonreír y nos permiten atisbar un poco cómo era el diario vivir del Madrid apacible, señorial y solariego de la primera mitad del siglo XX. Agradecimientos especiales a don José Efraín Ramírez (q.e.p.d.), gracias a cuyos invaluables datos históricos fue posible reconstruir y elaborar esta crónica literalizada para deleite de todos.

Madrid (Cundinamarca), noviembre 23 de 2018

 

 


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