CUANDO LA LETRA CON SANGRE ENTRABA
(Crónica)
Por:
Nabonazar Cogollo Ayala
El señor Carlos Cortés es un pensionado de la Fuerza Aérea Colombiana, oriundo del Municipio de Puerto Salgar, quien vive en el Municipio sabanero de Madrid desde el año 1945. Cuenta con 83 años de edad y actualmente goza de su feliz retiro junto a su esposa, Ana Gilma Riaño, sus 3 hijos y una adorable nieta. Con esa memoria privilegiada que Dios le dio y haciendo gala de gracejo y picardía don Carlos nos refirió una anécdota de su niñez que juzgamos valiosa para la historia regional de Cundinamarca, aquí la hemos literalizado íntegra para los amables lectores. Corría el año 1942 en el señorial y caluroso municipio de Puerto Salgar a orillas del imponente río Magdalena que entre marismas fluviales y sus peligrosos remolinos llevaba buena parte de la historia del país con sus barcos de vapor. Carlitos era entonces un niño de seis años largos quien había nacido en el hogar de Rosa y Jesús junto a dos hermanos más, en el año 1936. Se había criado en una hermosa finca a orillas del río en medio de los quehaceres campesinos. Era un experimentado jinete pese a su corta edad y para llevarles el fiambre a los trabajadores de la finca le habían regalado un hermoso caballo blanco que él bautizó como Lindo. Este maravilloso ejemplar equino hacía las delicias de Carlitos quien lo tenía amaestrado y con solo un silbido el animal se venía desde su libertad en la pradera hasta donde su pequeño dueño para que lo ensillara y entre ambos acometieran las más extraordinarias aventuras en aquella inmensidad de finca, conocida como Casas de Zinc, en la vereda Guayaquil, próxima a la famosa base aérea German Olano de Palanquero. En alguna oportunidad el pequeño Carlos vivió una anécdota en el Colegio Parroquial de la Consolata, dejemos que sea él mismo quien en su voz nos lo relate.
Cierta mañanita me fui pa´l Colegio en mi caballito, Lindo, como lo hacía todos los días. Estábamos en grado primero de primaria y el profesor que nos dictaba las clases era un señor alto, blanco y serio que se llamaba Avelino Bernate. ¡Ese señor sí que era bravo, oiga! En esa época a uno le pegaban duro y él siempre nos decía… ¡La letra con sangre entra! Yo le tenía bastante miedo porque nos daba tremendos zurriagazos cuando lo cogía a uno desprevenido por cualquier cosa que él viera mal. En esa época uno estudiaba a partir de las cinco y media de la mañana porque a las seis era la entrada al salón de clases, en Puerto Salgar estudiábamos hasta las doce del mediodía y de ahí para la casa. Por la tarde no se estudiaba porque entraba otro turno. Bueno, entonces ese día el tal profesor Bernate nos dijo: ¡Vamos a repasar hoy aritmética! ¡Allá el joven Carlos, pase al tablero! Entonces pasé temblando del miedo porque a mí no me entraban para nada las tales divisiones de varias cifras en el divisor… ¡No me podían entrar! El tal señor Bernate me pasó entonces al tablero y me dijo: Me hace una división distinta de las de ayer porque yo sé que si le digo que repita aquellas ya se las sabe de memoria. Entonces me dictó un ejercicio nuevo que yo escribí en el tablero con la tiza. Era a las seis de la mañana que comenzaban las clases, claro que ese clima es caliente, pero ya yo estaba sudando en medio del fresco de la mañana. ¡Estaba asustado! Y yo le daba y nada que me acordaba de los números y de cómo se hacía aquello… Entonces había unas varas en un jardín afuera del Colegio en unas matas que se llaman Dormidera y salió el profesor y fue allá al patio y se trajo una varita de esas y me dijo:
-¡Quihubo! Ya llevamos cinco minutos en esa división… ¿No pudo? Y me mandó dos juetazos, uno por la espalda y otro por la espinilla. Yo no lloré porque me dio fue como rabia, me puse rojo de la piedra. Entonces cuando llegó el señor ese me dijo… ¡Pase allá! ¡Vaya y siéntese! Todo bravo. Yo pasé y me senté donde me indicó… Claro que yo no era el único que no entendía… Entonces en ese salón éramos como unos quince o dieciséis chinos, era un grupo más bien pequeño y el examen de aritmética lo pasaron como tres o cuatro no más. ¡Esta es una tracamanada de burros! –Decía él- ¿Cómo así que no pudieron? Mientras se dirigía molesto a toda la clase. Cuando viene y se dirige a mí para decirme: Pase aquí frente al escritorio el joven Carlos. Pasé allá y me dijo… Póngame las manos aquí encima y me explica por qué no pudo hacer la división. En esa época había unas reglas largas de madera con un filito metálico, yo le vi las intenciones a este señor y me dije para mis adentros… ¡Me va a pegar por la espalda con esa regla si me descuido o si no por las manos que me las tiene abiertas! Entonces me preguntó todo colorado de la rabia: ¿Por qué no pudo resolver la división? ¡No, profesor, yo anoche repasé todo y no sé por qué no pude! ¡Sí, qué va a repasar ni qué nada, usted no estudió! Entonces vamos a hacer una cosa, como no pudo con la división yo le voy a enseñar. Tiene que aprenderse… ¡La resta! Y ahí mandó el primer golpe con la regla sobre mis manos, la suma… Y no recuerdo qué más, pero por cada cosa que iba diciendo era un golpe sobre mi pequeña humanidad. ¡Uy! Esas manos me quedaron fue ardiendo. ¡Y se me está quieto ahí! Y señaló una banca larga de madera. Yo lo primero que dije fue… ¿Qué hago yo, Dios mío, qué hago yo? Y miraba hacia atrás y como tenía mi caballo yo lo miraba no más de reojo. Los profesores en esa época tenían un frasco de tinta azul, otro de roja y unas plumillas largas para escribir. Este señor alzó la regla otra vez y tan pronto como él la alzó como para pegarme yo cogí el tintero que más a la mano estaba y se lo aventé por la camisa. ¡Y salí corriendo más veloz que el viento! Éramos un grupito de varios alumnos sentados a lado y lado del salón formando un pasadizo central. Yo salí en carrera por el medio y cogí mi caballo más rápido que un suspiro. Yo siempre que llegaba desde la mañana a la esquina de la Estación recogía y guardaba un lacito para amarrar a mi animal, pero aquel día no lo amarré. Ya yo tenía listo mi talego de esos que no pasaban agua, en esa época no había plástico sino un material que llamaban hule. Yo llegué corriendo con mi cuaderno entalegado, junto con la pizarra y la Alegría de leer, se lo amarré al caballo en la tejuela de la silla y le dije: ¡Eche a correr, papá, ya sabe! Dos palmadas en la gualdrapa y eso llegaba él primero a la casa que yo. La casa era como del Barrio Loreto a Cerámica Corona aquí en Madrid. Yo mientras tanto me mandé derecho al Magdalena y nadé parejo aguas abajo. Llegué a la casa, allá estaba el caballo, recogí mi talego, me cambié de ropa y le conté todo a mi mamá. Ella se puso bastante seria y me preguntó: ¿Y qué fue lo que le hizo ese señor a usted? Míreme las piernas aquí… ¡Eso tenía la regla marcada! Ella me dijo: ¡Ah, bien hecho, mijo, eso no se le pega a los niños! ¡Bien hecho! Yo dije… ¡Ah bueno, ya me salvé por aquí! Duré en esa época como seis o siete días que no volví al Colegio. Todos los días por la tarde llegaba un pelao del pueblo trayendo razones del profesor Bernate: ¡Doña Rosa! Que puede ir el joven Carlos a estudiar que ya pasó todo, que el profesor lo perdona. Yo decía mire… (Hace signo de pistola con la mano derecha).
Coincidenciamente
llegué a la Plaza de Mercado de Puerto
Salgar un sábado que me mandó mi mamá y lo vi allá parado, estaba con un
grupo como de cuatro o cinco. Y me llamó con la mano. Yo dije para entre mí… ¡Irá su abuela! Yo no voy a que me agarre por
ahí a patadas delante de todos. El caballo yo lo tenía adiestrado, era muy
bonito, puro palomito. Yo le dije… Lindo,
cuando me vayan a pegar usted ya sabe…
¡Levante las patas y hace así! Yo le enseñé cómo era que tenía que defenderme.
Ahí viene el amigo mío, si me llega a pegar ese señor, ya sabe, le bota las
manos a tiro. Lindo no más relinchó… Bernate se me acercó y me dijo: ¡Carlos! Vaya el lunes que eso ya pasó, yo
lo perdono. Yo le dije: ¡No profesor! Usted dice así, pero usted cumple su
regla, yo no voy porque usted me azota, me pega y me da más duro… ¡No, hombre! Todo eso está pasable,
olvidemos eso. ¡Lo que me da tristeza es la camisa! Eso yo recuerdo que le quedó toda manchada,
era una camisa blanca marca Arkano.
Esas eran unas camisas que se vendían mucho, lo mismo que la marca Everfit y el calzado Corona, era de lo más más fino en esa
época. ¡Yo no voy, profesor, yo no voy! Y me decía: ¡Vaya Carlos que ya todo
está perdonado! Cuando a la casa nos llegó otra razón, eso fue el lunes
siguiente. El martes dije, voy a ir. Mi mamá me dijo: ¡Vaya, mijo! Entonces yo
llegué al Colegio y dejé el caballo
suelto allá afuera. El animal se hizo debajo de un matarratón, ese era el
fresco acostumbrado donde amarraban a los caballos. Había tres animales más ahí
bajo aquel agradable sombrío Yo le dije a Lindo: Estese pendiente cuando yo pegue un carrerón, yo no lo amarro hoy. Mi
mamá me había dicho, vaya a ver qué le hace, si cualquier cosa usted coge su
animal y se viene… ¡Me dio cartilla! Me fui allá y estaba el profesor parado en la
puerta junto a unos compañeros de los más grandes. Yo pensé: Estos me van a coger entre todos, pero, si tal cosa yo le
digo al caballo que eche patada y no respondo. ¡Profesor,
buenos días! ¡Buenos días, Carlos! ¿Cómo le fue? Bien, sí señor. ¡Entren! Yo
pensé que me iba a ubicar allá adelante, pero me puso fue atrás, en la mitad…
¡Ah, no para mí mejor, pensé, si dado el caso tengo que correr! Dijo: Joven Carlos, venga acá… Ay yo pensé… ¡Otra
vez! Dijo: Pase con otro muchacho… Me puso al lado al coco del salón, el que
sabía de todo. Ese era Cabeza ‘e Mundo,
el primero que se levantaba a contestar cuando el profesor hacía una pregunta, él
se llamaba Enrique. ¡Ese sacaba todos los años el primer puesto! Tenía una
inteligencia la berrihonda y una memoria extraordinaria… ¡Pasen ustedes dos y usted le explica a Carlos
cómo es la división! Enrique me explicó: Mire, esto es así, si a 3 se le quitan 2, cuánto queda y así y así… ¡Con paciencia y bien explicadito le fui
entendiendo al muchacho! Así suavecito sí. Al final el profesor me dijo: ¿Ya
pudo, Carlos? Le dije, sí señor. Me dijo vamos a dictarle una división más
sencilla ahora, de dos cifras en el divisor. Me la dictó y eso la hice a toda
carrera. ¡Ah, sí vio que sí puede! me dijo. Mañana practica con una de tres y
va avanzando. Para esto se necesita es aprender las tablas de multiplicar. ¡De
ahí en adelante nos volvimos los mejores amigos! Y cada vez que el año terminaba me decía… ¿Y cuándo me va a comprar la camisa, ah? Y
se echaba a reír y reíamos juntos de buena gana. De la finca yo le llevé un
racimo de plátanos, un pavo y dos gallinas, ahí arreglamos la diferencia. En
el Colegio de la Consolata me estuve
tres años más y a ese profesor le aprendí bastante. De allá me vine a Madrid y estudié en la Escuela Antonio Nariño, donde
me tocó de profesor el maestro Francisco Samper Madrid, que también era bravo, pero
esa es otra historia que otro día les contaré. ¡Esta historia de mi niñez en
Puerto Salgar jamás la olvidaré!
Madrid – Cundinamarca
Mayo 17 de 2020
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