LA MADRID
DE ALLENDE EL ATLÁNTICO
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
En el altiplano de la sabana de Bogotá, a dos mil seiscientos
metros sobre el nivel del mar a escasos 21 kilómetros de la capital colombiana,
se ubica un gracioso municipio sabanero, cuya historia, tradición y leyenda se
mueven entre la evocación, la magia y el ensueño. Esta Madrid de ultramar,
ubicada en el corazón mismo de la provincia de Cundinamarca, será la pequeña
ciudad donde se ubicará el eje central del presente relato…
Año 1997. Llegué muy temprano al parque central del centro
histórico de Madrid, otrora denominada Serrezuela… La verdad nunca había estado
en este pequeño poblado de la provincia cundinamarquesa de sabana occidente. La
fría niebla matinal cubría las históricas casas de techos de tejas coloradas
del centro del parque. Espigadas coníferas hundían sus copas en el nublado
cielo donde el astro rey no osaba asomar sus narices y mucho menos a las 6:20
de la mañana. ¡Dios mío, cuánta hermosura y sabor a pretéritos tiempos coloniales
se podía respirar en esta pequeña ciudad de la sabana de Bogotá! –pensé-. El
parque cuadrangular del centro se mostraba empedrado, recatado por urapanes,
palmeras y hermosas araucarias. Dos avenidas perimetradas de sendos jardines se
entrecruzaban en su centro a la manera de una gigantesca cruz de Borgoña. Me
decidí y empecé a cruzar tímidamente una de ellas, la más oriental. Parecía
como si yo me adentrase en el paisaje urbano de la legendaria Cámelot de Arturo
y Merlín o al menos esa figura fue lo más parecido que los subterfugios de mi
mente hallaron para decodificar un poco el mundo neblinoso que ante mis ojos se
estaba develando. Una vez hube ganado el centro angular de la cruz, me pareció
como si estuviera de pie en la atalaya misma del universo… Me detuve ahí unos
instantes y miré en derredor. A mi izquierda emergió la figura de un imponente
templo de piedra, con rejerías de negro hierro, adornadas con arabescos tipo
medieval. El severo perfil de su frontón fue lo primero que captó mi mirada que
se centró en el anagrama tallado en piedra JHS.
Posteriormente supe que se trataba del templo de San Francisco
de Paula, cuya construcción había sido iniciada hacia 1895, con el apoyo de los
hacendados locales. ¡Madrid había sido hasta unas décadas atrás refugio
proverbial de los grandes dignatarios del gobierno nacional, quienes se evadían
entre sus paradisíacos paisajes del ajetreado mundillo capitalino! Prosiguiendo
con mi barrido visual, fui descubriendo uno a uno los edificios del perímetro
de aquel parque que después supe que se llamaba Pedro Fernández Madrid, en
honor de un escritor neogranadino quien había nacido en la Habana (Cuba), por
azaroso concurso de las circunstancias y que había fallecido en Madrid en 1875.
Ante mis ojos emergieron el despacho parroquial, un colegio de niños, dos
grandiosas residencias de familias acaudaladas y las oficinas del ayuntamiento.
Esta última era una esplendida casona estilo colonial con algunos elementos
republicanos… ¿acaso fue la casa hacendística donde otrora vivieran don Pedro
Fernández y su encantadora esposa doña Vicenta Martínez de Madrid?
Probablemente sí, pero esto último no lo he podido determinar con certeza
histórica. El escritor quiere creer que sí y llevado en alas de la imaginación,
vislumbra a Pedro y Vicenta asomados en ese estilizado balcón mudéjar,
contemplando el frío amanecer de la vieja Serrezuela, ataviados a la usanza
colombiana decimonónica. Pero el rígido investigador científico se resiste y
exige evidencias históricas documentales de primerísimo orden, para asegurar la
veracidad de dicho aserto. Mientras esta incruenta batalla mental entre mis dos
yoes irrumpe en el presente, prosigo con la evocación retrospectiva de mi
primera experiencia visual en el centro histórico de Madrid. Ahora a mi derecha
emergía una larga edificación provista de balcones bajos y tejados color
terracota, la cual exhibía un purísimo tono de inmaculada cal que resguardaba
una gruesa alma de adobe.
Las cuatro pequeñas calles del perímetro del parque dejaban
entrever vestigios coloniales. Otrora habían estado adoquinadas, en tiempos de
la república levantaron el precioso adoquín para reemplazarlo por macadam. Y en
tiempos del frenético siglo XX habían sido pavimentadas conforme ahora se me
revelaban. Mi yo imaginativo, coaligado ahora en amable contubernio con Merlín,
me jugó una mala pasada: de repente vi venir una calesa tipo imperial española
que ascendía desde la calle de la Alcaldía. En el vehículo se dejaba ver una
pareja de señores, ya mayores quienes hacían su ingreso estelar a la otrora
plaza Pedro Fernández Madrid. Se trataba del multimillonario don José María
Sierra, más conocido en Colombia como don Pepe Sierra, y su amable esposa, la
altruista doña Zoraida Cadavid de Sierra. El señor, dueño de una voluminosa
humanidad, vestido con impecable paño inglés, sombrero de fieltro y luciendo un
reloj de bolsillo que pendía de una cadena de plata. El adusto caballero, una
vez el vehículo se detuvo frente a una de sus múltiples residencias del
perímetro del parque, saltó a tierra con la agilidad de un chicuelo de veinte
años y mientras mantenía con una mano la portezuela abierta, extendía su
diestra de caballero a su refinada esposa. Doña Zoraida, asida de la mano
enguantada de su esposo y haciendo gala de femineidad, sentó turnadamente sus
pequeños tacones en el frío adoquín, mientras acababa de bajar de aquella
calesa de cuento de hadas. Yo contemplaba extasiado aquella maravillosa escena
de comienzos del siglo XX, quizás de 1901. Me había sentado en una de las bancas
esquineras del parque, cuando una voz de niña adolescente me sacó de mis
deliquios…
– ¡Señor! ¿Es usted el profesor de filosofía que iba a venir al
colegio?
– ¡Sí hija, claro! Soy yo… Ya son las 8… la hermana rectora del
Instituto le manda decir que lo está esperando en el refectorio. Si quiere yo
le digo dónde es…
-Claro, gracias…
Hasta aquí llegó el hechizo del mago Merlín, pero jamás lo
olvidé. Ahora, 21 años después, me decidí a escribirlo para mis amables
lectores. Espero sean indulgentes con él.